La biblioteca de Julio

“Si Borges me dio una gran lección de rigor de escritura y me mostró el camino de un estilo, Arlt fue una literatura de contacto directo con la realidad de Buenos Aires”, recuerda Cortázar, cuyas historias callejeras, carcelarias, de perdedores, tan llenas de vida reivindicó siempre. Aquí también lo hace el escritor invitado, el argentino Laureano Debat.  

What is La biblioteca de Julio?

El escritor Bruno Galindo nos acerca a la figura y la obra del escritor argentino Julio Cortázar a través de los libros que le acompañaron durante su vida, guardados en la Biblioteca de la Fundación Juan March. Este podcast indaga en sus anotaciones personales, sus subrayados, sus dedicatorias y traspapeles. Reúne a Cortázar con sus autores favoritos y, a todos ellos, con sus lectores-oyentes en el siglo XXI.

LBdJ ROBERTO ARLT, ‘LOS SIETE LOCOS’

31. ‘Los siete locos’. Roberto Arlt. Editorial Futuro, Buenos Aires, 1950.

Huele como algunas zapaterías antiguas, como a maleta argentina. Está forrado en cuero, pero esta es una cobertura posterior, dura coraza para un libro frágil. El mismo encuadernado marrón claro con letras doradas de otros libros de la biblioteca que llegaron a la Fundación muy deteriorados, y hubo que restaurar. Las páginas están amarillentas, como dedos de fumador empedernido. Búscalo con la signatura BC-L-Arl4; está al lado de ‘Los lanzallamas’, su inseparable continuación. Aquí no hay marcas ni anotaciones del lector. Y lo lamentamos de veras: sabemos que Julio amaba al autor.

“El estilo no es una cuestión de nivel de escritura, un escritor argentino que escriba en lunfardo, en nuestro argot, como puede ser el caso del admirable Roberto Arlt, que ha sido también uno de mis maestros, ese hombre ha conquistado su estilo, porque lo que él está diciendo, lo que te está contando, pequeñas historias de rufianes, de rateros, de cosas que suceden en prostíbulos, en cafés, en la calle, sólo puede tener un estilo que lo vehicule, que lo propulse eficazmente, y ese estilo no tiene nada que ver con el estilo de Enrique Larreta, o con el estilo de cualquiera de los escritores que miran hacia la academia”.

Ese autor de historias prostibularias, de rufianes, meretrices y rateros es Roberto Godofredo Christophersen Arlt. Nace en el barrio bonaerense de Flores en 1900, hijo de Carlos (inmigrante alemán de Posen, actual Polonia) y Catalina Iobstraibitzer, tirolesa. Tiene una hermana pequeña, Lila, que muere de tuberculosis.

La pobreza familiar y la relación difícil con un padre autoritario explican, de algún modo, un afán por la literatura que es, al mismo tiempo, causa y efecto de su vida inadaptada. Siempre con estrecheces económicas, se deja sus exiguos recursos en negocios malos e inventos sin futuro –una máquina de hacer ladrillos, unas medias de señora irrompibles– y trabaja, más productivamente, en las “Aguafuertes porteñas”, sus columnas para el diario ‘El Mundo’. El resto es literatura. Y la literatura se escribe cómo y dónde se puede.

“Cuando se tiene algo que decir, se escribe en cualquier parte. Sobre una bobina de papel o en un cuarto infernal. Dios o el diablo están junto a uno dictándole inefables palabras”. “Orgullosamente afirmo que escribir, para mí, constituye un lujo. No dispongo, como otros escritores, de rentas, tiempo o sedantes empleos nacionales. Ganarse la vida escribiendo es penoso y rudo”.

Este es el caldo de cultivo de la obra de Roberto Arlt, introductor de la novela moderna en Argentina con textos angustiosos, violentos, irracionales, como ‘Los siete locos’, ‘Los lanzallamas’ o ‘El juguete rabioso’. De cuentos como los contenidos en ‘El jorobadito’. Y de un puñado de obras de teatro.

En su contra tuvo su despreocupación por la corrección gramatical y ortográfica –el propio Cortázar es muy crítico con este aspecto, como escucharemos enseguida–. Pero para muchos es justamente lo popular de su jerga, sus casticismos y argentinismos, lo que cautiva y acerca.

“Pasando a otra cosa. Se dice de mí que escribo mal. Es posible. De cualquier manera, no tendría dificultad en citar a numerosa gente que escribe bien y a quienes únicamente leen correctos miembros de sus familias”. “Para hacer estilo son necesarias comodidades, rentas, vida holgada. Pero, por lo general, la gente que disfruta de tales beneficios se evita siempre la molestia de la literatura. O la encara como un excelente procedimiento para singularizarse en los salones de sociedad”. “En realidad, uno no sabe qué pensar de la gente. Si son idiotas en serio, o si se toman a pecho la burda comedia que representan a todas las horas de sus días y sus noches”.

Detrás de sus historias callejeras, carcelarias, de perdedores, tan llenas de vida, hay un ávido lector. De Cervantes; de Quevedo y la picaresca española; de Baroja, Dante y Balzac; de Nietzsche, Baudelaire y Dostoievski. De este, de ‘Crimen y castigo’ en particular, se acuerda necesariamente todo lector de ‘Los siete locos’, esa novela colosal que es “pozo, cubo, sepulcro, caverna, agujero, una ciudad debajo del mar”, en palabras de la escritora y periodista Rita Gnutzmann.

Como ella dice, el escritor argentino de principios de siglo se encontraba aún ante el grave problema de la dualidad entre la lengua hablada y la lengua escrita, literaria. Desde los años 50 esta escisión se ha ido soldando, de lo que constituye una prueba importante la novela cortazariana ‘Rayuela’ o, más adelante, ‘Respiración artificial’, de Ricardo Piglia.

“Me atrae ardientemente la belleza. ¡Cuántas veces he deseado trabajar una novela que, como las de Flaubert, se compusiera de panorámicos lienzos!”.

‘Los siete locos’ cuenta la historia de Remo Erdosain, un tipo bajo una acuciante situación económica al que, además, acusan de estafa en la empresa en la que trabaja, y que le da un ultimátum para que reponga su deuda.

“Al abrir la puerta de la gerencia, encristalada de vidrios japoneses, Erdosain quiso retroceder: comprendió que estaba perdido, pero ya era tarde. Lo esperaban el director, un hombre de baja estatura, morrudo, con cabeza de jabalí, pelo gris cortado a lo Humberto I, y una mirada implacable filtrándose por sus pupilas grises como las de un pez; Gualdi, el contador, pequeño, flaco, meloso, de ojos escrutadores, y el subgerente, hijo del hombre de cabeza de jabalí, un guapo mozo de treinta años, con el cabello totalmente blanco, cínico en su aspecto, la voz áspera y mirada dura como la de su progenitor. Estos tres personajes, el director inclinado sobre unas planillas, el subgerente recostado en una poltrona con la pierna balanceándose sobre el respaldar, el señor Gualdi respetuosamente de pie junto al escritorio, no respondieron al saludo de Erdosain. Solo el subgerente se limitó a levantar la cabeza:

– Tenemos la denuncia de que usted es un estafador que nos ha robado seiscientos pesos.

– Con siete centavos –agregó el señor Gualdi, al tiempo que pasaba un secante sobre la firma que en una planilla había rubricado el director–. Entonces, éste, como haciendo un gran esfuerzo sobre su cuello de toro, alzó la vista. Con los dedos trabados entre los ojales del chaleco, el director proyectaba una mirada sagaz a través de los párpados entrecerrados, al tiempo que, sin rencor, examinaba el demacrado semblante de Erdosain, que permanecía impasible”.

En su desesperación, Erdosain acude a una serie de personajes a cuál más nefasto –el farmacéutico Ergueta; Barsut, el primo de su mujer– y así es como va a dar con el Astrólogo, en cuya casa conoce a Haffner, el Rufián Melancólico, tratante de blancas que le presta finalmente el dinero. Lo que no sabe el protagonista es que en ese momento pasa a formar parte de una sociedad secreta empeñada en cambiar el mundo a través de una sangrienta revolución.

“El futuro no existe, pero existe la voluntad de los hombres… hay que revolucionarlo todo. Hay que injertar una nueva alegría en la vida, no se puede vivir así. No hay derecho.

–Lo que Vd. dice es cierto, pero eso no lo dijo Bakunin, él se preguntaba realmente ¿se puede hacer una auténtica revolución? Je, je, je…”.

Esto era un fragmento de la película ‘Los siete locos’, una de las múltiples revisiones de la novela; esta, dirigida por Leopoldo Torre Nilsson en 1973. Mucho antes, un Cortázar adolescente despertaba a la realidad social más profunda de su país con ediciones baratas de este autor, de estas que se distribuían en los kioskos. Lo recuerda en la histórica entrevista concedida en la librería El Juglar, en México, en 1983.

“Y está bien que cites los libros porque las ediciones de Artl eran muy especiales. Había una editorial que se llamaba Claridad en esa época que publicó a Arlt. Y eran unos libros muy baratos, costaban 50 centavos de la época, realmente el precio de dos paquetes de cigarrillos. Y, aunque también se los encontraba en librerías, se vendían en los kioscos de periódicos. Es decir, la Editorial Claridad en una editorial de izquierda, con características un poco anarquistas, dirigida por Antonio Zamora, que hacía un trabajo bastante importante en ese plano. Y entonces nosotros, los muchachos, que estábamos terminando los estudios secundarios y naturalmente no teníamos un centavo, teníamos los centavos como para poder comprar en los quioscos esos libros baratos. Entonces fue el momento en que descubrimos, al mismo tiempo, a Roberto Arlt, a Nicolás Olivari, a Elías Castelnuevo, a Álvaro Yunque… es decir, todo ese grupo de libertarios, anarquistas, gente con una visión política un poco confusa pero resueltamente en contra del sistema oligárquico ya bien manifiesto en Argentina en esa época. Ahora, de todos ellos, apenas yo empecé a leerlos, la figura de Arlt se me dio como la más importante. Empecé a leer los cuentos y después las dos novelas, ‘Los siete locos’ y ‘Los lanzallamas’, y fue una gran sacudida interior, una gran revelación, porque, de manera casi simbólica, sucedió que, como en ese momento estábamos todos ya bajo el hechizo de Jorge Luis Borges, o sea, que simultáneamente nos pusimos a leer a Borges, que representaba la línea de una literatura en su radificación más genial y más alta, y al mismo tiempo leíamos a Roberto Arlt, que es la sumersión en lo más profundo de la ciudad, es decir, los dos lados de la medalla argentina de esa época para decirlo así. El ejemplo literario de Arlt tuvo para mí una importancia extraordinaria, es decir, si Borges me dio a mí una gran lección de rigor de escritura y me mostró el camino de un estilo, si querés, que no fuera una vez más ese estilo lleno de floripondios y de exageraciones con demasiada influencia española mala, de la mala en ese momento, en cambio Arlt me mostró el camino de una literatura de contacto directo con la realidad de la ciudad, con Buenos Aires. Entonces fue una experiencia traumatizante, que la relectura que hice hace tres o cuatro años para escribir ese prólogo no hizo más que confirmar. Sigo creyendo que Arlt era un hombre que escribía muy mal, con defectos, con muy poca autocrítica, era un hombre con lagunas culturales muy grandes; es exactamente el reverso de Borges, pero precisamente por eso él tocó cosas que Borges hubiera sido absolutamente incapaz de alcanzar: el contacto directo con el hampa, con la vida de las redacciones de los periódicos sensacionalistas de Buenos Aires, la pobreza, los dramas personales de Arlt dan la levadura de esos libros admirables.

–¿La biblioteca frente a la calle?

La biblioteca frente a la calle, exactamente. Es una buena definición, una buena fórmula”.

En el sexto tomo de sus ‘Obras completas’, Cortázar escribe: “Cada vez que algún lector me ha contado de sus itinerarios en París tras la huella de algún personaje de mis libros, me he visto de nuevo en las calles porteñas diciéndome que por ahí había pasado el Rufián Melancólico, que en esa cuadra estaba una de las roñosas pensiones donde recalaron Hipólita, la Bizca o Erdosain. […] Silvio Astier, Remo e Hipólita guardan esa inmediatez y ese contacto que tanto me hicieron sufrir en su día, sufrir en esa zona oscura donde todo es ambivalente, donde el dolor y el placer, la tortura y el erotismo mezclan humana, demasiado humanamente sus raíces”.

“Variando, otras personas se escandalizan de la brutalidad con que expreso ciertas situaciones perfectamente naturales a las relaciones entre ambos sexos”.

“Y en tanto la prostituta dejaba estar la movediza mano encima de sus ropas, Erdosain se decía:

– ¿Qué he hecho de mi vida?

Un rayo de sol sesgaba el cristal de la banderola cubierta de telas de araña, y la meretriz, con la mejilla apoyada en la almohada y una pierna cargada sobre la suya, movía lentamente la mano mientras él, entristecido, se decía:

– ¿Qué es lo que he hecho de mi vida?”.

Cuando, en el libro ‘Cortázar, La novela Mandala’, la catedrática en Providence Lida Aronne Amestoy escribe “Hacía falta un cronopio tan grande para redimir nuestra literatura del intelectualismo estéril y del esteticismo gratuito, restituyendo al arte su misión de conectarnos con la esencia, de devolvernos al paraíso perdido”, Julio escribe al margen: “Exagera. ¿Y Roberto Arlt?”.

“No, no y no. Han pasado esos tiempos. El futuro es nuestro y por prepotencia de trabajo. Crearemos nuestra literatura, no conversando continuamente de literatura, sino escribiendo en orgullosa soledad libros que encierran la violencia de un ‘cross’ a la mandíbula. Sí, un libro tras otro y que los eunucos bufen”. “Y que el futuro diga”.