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Hay películas que no se contentan con narrar, sino que buscan interpelar al espectador desde la primera imagen. “Belén”, el segundo largometraje de Dolores Fonzi, abre con una escena que condensa su apuesta estética y ética: cámara sobre el hombro, pasillos asfixiantes de hospital filmados como un laberinto, cuerpos en tensión y un montaje que corta justo antes de caer en el golpe bajo. Fonzi rehúye el sensacionalismo y construye un prólogo que deja en claro que no se trata de recrear el morbo del hecho real, sino de encuadrarlo en una gramática cinematográfica sobria y precisa. Esa primera decisión marca el tono de una película que asume la complejidad de un caso emblemático y se pregunta cómo representarlo sin diluir su potencia política.La directora -que además protagoniza- parece haber aprendido de los límites del drama social argentino reciente. Si “Argentina, 1985” apostaba por una narración clásica, con abundancia de escenas tribuneras y una épica reconocible, Fonzi elige un registro menos declamatorio. La luz natural predomina sobre el artificio, los planos cortos sostienen la tensión en los rostros y la puesta en escena privilegia lo que queda fuera de campo: las miradas desviadas, las puertas cerradas, las conversaciones a medias. Es en esos márgenes donde Belén encuentra su fuerza, evitando que la realidad quede reducida a un catálogo de injusticias.Otro hallazgo está en la dosificación del humor. Fonzi sabe que la gravedad del tema puede volverse aplastante y reparte pequeñas fugas cómicas a través del personaje de Laura Paredes, su socia en el guión y en la pantalla. Ese contrapunto liviano, lejos de banalizar, otorga aire y humanidad a un relato que transcurre entre expedientes judiciales, audiencias tensas y marchas multitudinarias. Es también un modo de subrayar que la lucha colectiva nunca fue solo sufrimiento: hubo comunidad, complicidad, hasta chistes compartidos en medio del drama.Camila Pláate, protagonista de "Belén": “Me atraviesa el personaje, ser mujer, ser madre y ser tucumana”La película se asienta en un dispositivo narrativo clásico: un caso judicial que funciona como columna vertebral y un personaje -Soledad Deza- que atraviesa un arco de transformación. La cámara sigue su itinerario desde la sorpresa inicial hasta la liberación final, sin descuidar el espacio doméstico, donde aparecen su marido (Sergio Prina) y sus hijos. Allí Fonzi construye un retrato épico de la abogada, con claros ecos del “camino del héroe”. La épica, sin embargo, está administrada con moderación: no hay discursos encendidos innecesarios ni héroes inmaculados, sino una mujer que enfrenta un sistema que parece diseñado para aplastarla.DetonanteEn el otro extremo se encuentra Belén, interpretada con solidez por Camila Pláate. El guión la ubica más como detonante que como protagonista. Sus apariciones están dosificadas, sus vínculos familiares apenas esbozados, y su paso por la cárcel queda sugerido más que desarrollado. Pláate resuelve con sensibilidad ese límite, pero el espectador termina con la sensación de que su personaje merecía mayor hondura. El contraste con la densidad dramática de Deza es evidente: la abogada recorre la pantalla con su épica personal, mientras la víctima permanece en un discreto segundo plano. No invalida los logros del film, pero sí señala un desequilibrio que impacta en la recepción.Belén, una historia tucumana, un drama feministaEl apartado visual merece atención: la fotografía opta por tonos fríos en los espacios institucionales y por colores cálidos en los ámbitos íntimos, marcando con claridad la frontera entre el aparato represivo y el refugio doméstico. El sonido, por su parte, evita la grandilocuencia y apuesta a la naturalidad: los ecos de pasillos, el murmullo de audiencias, los ruidos de la ciudad tucumana que se cuelan en las marchas. Y cuando la música aparece -como en el cierre con la voz de Mercedes Sosa- lo hace para intensificar una emoción ya construida, no para subrayar lo obvio.La comparación con el documental “La ola verde (Que sea ley)”, presentado en el mismo Festival de San Sebastián en 2019, resulta inevitable. Allí, Juan Diego Solanas retrataba la marea verde desde la urgencia del registro directo. Fonzi, en cambio, ficciona uno de los casos que sirvió de chispa para esa movilización, y lo hace con un cuidado formal que apuesta a la perdurabilidad. Si el documental buscaba conmover a fuerza de testimonios y consignas, “Belén” intenta abrir un espacio de reflexión a través de la ficción, con sus reglas, sus elipsis y sus dilemas éticos.Quizás el mayor mérito de la película esté en encontrar un equilibrio entre el compromiso político y la sobriedad cinematográfica. No se rinde a la tentación de sermonear ni de construir mártires intocables, sino que ofrece un relato con contradicciones y zonas grises. El sistema judicial aparece como un engranaje opaco y la comunidad como un terreno de disputas más que de consensos. Es en esa complejidad donde Belén supera el panfleto y se afirma como cine.El final, con imágenes reales de marchas y consignas, puede discutirse: ¿era necesario mostrar aquello que ya conocemos? Para algunos espectadores, esa elección otorgará contexto y trascendencia; para otros, será un subrayado innecesario. Pero en cualquier caso, confirma que Fonzi piensa el cine como un puente entre la ficción y la realidad, y que su intención no es cerrar un caso sino abrir preguntas.