La biblioteca de Julio

¿Por qué hay páginas enteras atravesadas tachadas en este libro de la Biblioteca? ¿Por qué Cortázar eliminó el 30 % de la novela en su traducción? ¿Es esta una novela ligera de aventuras o la primera novela contemporánea: una suerte de Quijote anglosajón? ¿Es Viernes el Sancho Panza de Robinson? Muchas preguntas, algunas respuestas y el cierre kafkiano que aporta el escritor y doctor en Literatura Comparada José Carlos Rodrigo Breto.  

What is La biblioteca de Julio?

El escritor Bruno Galindo nos acerca a la figura y la obra del escritor argentino Julio Cortázar a través de los libros que le acompañaron durante su vida, guardados en la Biblioteca de la Fundación Juan March. Este podcast indaga en sus anotaciones personales, sus subrayados, sus dedicatorias y traspapeles. Reúne a Cortázar con sus autores favoritos y, a todos ellos, con sus lectores-oyentes en el siglo XXI.

LBdJ Daniel Defoe ‘Robinson Crusoe’

32. ‘Robinson Crusoe’, Daniel Defoe. Oxford University Press. Gran Bretaña, 1981.

Entre ediciones reducidas y ampliadas, en español o inglés, traducidas por Julio o por otros, hay diez copias distintas de la famosa novela en la Biblioteca. Y esta sería la última en la que nos habríamos fijado de no ser por sus llamativos tachones: hay páginas enteras atravesadas por agresivas cruces en rotulador rojo. Enseguida explicaremos qué uso pudo tener este manoseado libro de bolsillo que nos ha llegado con el nombre del náufrago más famoso de la Historia de la Literatura: Robinson (o Robinsón) Crusoe. Pero atención, el título original era este otro:

“Vida y extrañas y sorprendentes aventuras de Robinson Crusoe, marinero de York, que vivió veintiocho años solo por completo en una isla deshabitada en la costa de América, cerca de la desembocadura del gran río Orinoco, tras ser arrojado a tierra en un naufragio en el que perecieron todos los hombres menos él. Con un relato de cómo al fin fue extrañamente rescatado por piratas. Escrito por él mismo”.

Mucha atención a este “Escrito por él mismo” y al efecto de confusión que, ironías del destino y efecto no deseado del arte de contar historias, ejerce entre sus lectores. Lo va a contar el invitado de este podcast, José Carlos Rodrigo Breto, escritor y doctor en Literatura Comparada.

“Esa frase final con la que se cierra el largo título, “Escrito por él mismo”, y que desde nuestra perspectiva del siglo XXI nos parece un golpe de ingenio metaliterario (porque afianza la idea de la autobiografía, que en realidad es una falsa autobiografía), le costó caro a Defoe. Antes, el Lazarillo, el Lazarillo de Tormes, ya se había presentado como una falsa autobiografía y mucho antes Dante hizo lo mismo en su deambular por los tres reinos de la Divina Comedia. Pero entonces la gente no separaba autor de narrador y daban por seguro que lo contado allí era lo ocurrido a Dante o a Lázaro de Tormes. Así que, si era la historia de Robinson contada por el mismo, ¿a qué fin aparecía allí la firma de un tal Defoe?”.

Así es como las dudas se ciernen sobre el autor de la novela. Hasta tal punto que hay quien escribe por su lado una continuación, o edita sus propias aventuras del marino. A finales del siglo XIX llega a haber en todo el mundo unas setecientas versiones para todos los gustos y en todos los idiomas posibles, innumerables imitaciones y versiones para niños. Casi ninguna se fija en el texto íntegro, pues de los tres tomos –en total casi mil páginas– rara vez se incluyen materiales del tercero; a veces, ni siquiera del segundo. Robinson Crusoe es personaje, pero más aún, es mito.

“Y, ciertamente, tras Robinson estaban las andanzas del marinero escocés Alexander Selkin y del marinero español Pedro Serrano”.

Daniel Defoe nació en Londres en 1660, en el seno de una familia modesta. Fue educado en el culto protestante reformista. Tempranamente se dedicó al comercio, viajando por España, Francia, Italia y Alemania. En 1683 regresó a Inglaterra, donde primero abrió una mercería y más adelante fundó el periódico ‘The Review’. Reubicado en su país natal se casó con Mary Tuffley, con la que tuvo siete hijos.

La vida de Defoe nada tiene de heroica. Siempre se lucró con su talento, con total pragmatismo. Carecía de principios, sobre todo en lo político, pues cada vez que el poder cambiaba de manos él abandonaba sin pruritos de conciencia a los vencidos para ofrecer sus servicios a los vencedores.

Para él la literatura no fue pasión sino negocio, por lo que se mostraba más inclinado a la fácil ganancia que a una seria labor literaria. Pactaba con sus editores un tiempo breve para su realización, lo que le impedía pulir los textos, y a veces incluso revisarlos.

Así escribió ‘Aventuras del Capitán Singleton’, ‘Moll Flanders’ y ‘Diario del año de la peste’ (que inspiró a Albert Camus para su novela ‘La peste’). Pero su libro más ilustre es el famoso relato, basado como se dijo antes en casos reales, que –en la traducción de Cortázar– empieza así:

“Nací en el año 1632 en la ciudad de York, de buena familia, aunque no del país, pues mi padre, oriundo de Bremen, se había dedicado al comercio en Hull, donde logró una buena posición. Desde entonces, y luego de abandonar su trabajo, se radicó en York, donde casó con mi madre; esta pertenecía a los Robinson, una distinguida familia de la región, y de ahí que yo fuera llamado Robinson Kreutznaer, aunque por la habitual corrupción de voces en Inglaterra se nos llama Crusoe, nombre que nosotros mismos nos damos y escribimos y con el cual me han conocido siempre mis compañeros.

Siendo el tercero de dos hijos, y no preparado para ninguna carrera, mi cabeza empezó a llenarse temprano de desordenados pensamientos”.

Pero… ¡un momento!

Como también tenemos abierto el libro original, notamos que falta párrafo, el segundo del libro, nada menos. Uno en el que cuenta –y esto lo vamos a traducir nosotros–:

“Tenía dos hermanos mayores, uno de los cuales era teniente coronel en un regimiento de infantería inglés en Flandes, anteriormente comandado por el famoso Coll Lockhart, y murió en la batalla cerca de Dunkerque contra los españoles: nunca supe qué fue de mi segundo hermano. Como tampoco mi padre o mi madre sabían lo que había sido de mí”.

Bueno, pues esto que acabamos de leer NO aparece en la traducción de Julio.

Esto nos hace entender –y cotejamos el resto del libro para comprobarlo– que en esta copia de bolsillo, Julio tacha todo lo que elimina de su traducción. Traducción polémica donde las haya porque elimina hasta un 30% del libro original. ¿Cómo es esto posible? Llegaremos a una hipótesis razonada sobre lo ocurrido. Pero antes volvamos un rato a la isla desierta donde han ido a dar los huesos de Crusoe.

“A la orilla de este riacho encontré hermosas sabanas, vastas llanuras cubiertas de verdes pastos; en las partes más elevadas, ya cerca de las mesetas donde se hubiera supuesto que jamás alcanzaba el agua, hallé una gran cantidad de tabaco que crecía vigorosamente, así como otras diversas plantas desconocidas para mí, que acaso fueran de gran utilidad, aunque no podía aprovecharlas por mi ignorancia”.

Pasa el tiempo.

“Llegó finalmente el triste aniversario de mi naufragio. Conté las marcas en el poste y vi que llevaba 365 días. Consideré ese día como de ayuno y lo dediqué a meditaciones religiosas”.

Para hacernos partícipe del tedio del náufrago, Defoe incorpora a la narrativa el recurso del diario.

“3 al 17 de mayo– Fui diariamente al casco, extraje gran cantidad de madera, planchas y tablones, así como unas trescientas libras de hierro.

18 de junio– Llovió el día entero y me quedé dentro. Esta vez encontré que el agua era muy fría y sentí escalofríos, lo que me pareció muy raro en estas latitudes.

20 de junio– No dormí en toda la noche; terrible dolor de cabeza.

22 de junio– Algo mejor, pero lleno de aprensiones por mi enfermedad”.

Para muchos, ‘Robinson Crusoe’ es una novela ligera de aventuras: literatura juvenil, entendido peyorativamente. Para otros –sobre todo en el mundo anglosajón–, esta es la primera novela contemporánea: su Quijote. ¿Es Viernes, el nativo con el que intima Crusoe, su Sancho? No, juegan papeles bien distintos: aquí el autor dibuja un arquetipo muy de su época: el del buen salvaje, casi objeto de gabinete de curiosidades, de mirada exótica de acuerdo al espíritu colonial de Occidente.

“Después de que Viernes y yo hubimos intimado, y que él fue capaz de entender casi todo lo que le decía así como hablarme en un inglés chapurreado, empecé a hacerle saber mi historia, por lo menos la parte referente a mi existencia en la isla. Le conté cómo y cuánto había podido vivir allí, lo introduje en los misterios –pues tales eran para él– de la pólvora y las balas, y hasta le enseñé a tirar. Le regalé un cuchillo, lo que le causó una inmensa alegría, y le hice un cinturón con una presilla como los que empleamos en Inglaterra para colgar machetes, dándole una hachuela para que la llevase allí, ya que no solo era un arma excelente, sino que servía muy bien para diversos usos. Hice a Viernes una descripción de Europa, y en especial de mi patria, Inglaterra; cómo vivimos, adoramos a Dios, nos conducimos en nuestra vida social y comerciamos en todos los mares del mundo”.

Defoe muere en Londres a los 70. Su personaje le sobrevive.

“Ahora, resuelto a no reanudar las andanzas, me apresto a emprender un viaje mucho más extenso que todos los otros, habiendo vivido setenta y dos años de una existencia infinitamente accidentada y aprendido a conocer por ella el valor del sosiego y la bendición de concluir en paz mis días”.

Nos queda por entender por qué Cortázar, poco sospechoso de ser un loco con unas tijeras, lleva a cabo una traducción tajante a priori. Antes de ofrecer una hipótesis, conozcamos la pesquisa de Enrique de Hériz, escritor, crítico literario y traductor, de hecho, de los tres volúmenes de la novela original. De Hériz reconoce “una pulsión cotilla” (sic), “unas ganas de saber qué diablos le pasó a Cortázar”. Necesita “perdonarle, encontrarle una excusa creíble, demostrar incluso que no tenía nada que ver, que no había sido él”.

“Pudo ser alguien de la editorial que se lo encargó (Viau, Buenos Aires, 1945): era una práctica común en esos tiempos. Pudo ser él mismo: es sabido que se tomaba ciertas libertades al traducir algunos textos y más de una vez hizo referencia a la siempre sospechosa libertad recreadora que conviene conceder a los traductores”, especula de Hériz en el artículo “Buscando a Robinson Crusoe”, publicado en 2012 en la revista Letras Libres.

También argumenta, con talante exculpatorio, la posibilidad de un criterio de naturaleza ideológica, “pues ‘Robinson Crusoe’ está lleno de reflexiones de orden religioso en torno al pecado de la desobediencia y a propósito del uso que Dios hace de la providencia para castigar a quien lo practica”. ¿Qué pasó entonces?

Buscamos pistas en las cartas de Cortázar. En esta de marzo de 1944 a Lucienne Chavance de Duprat, Julio escribe...

“Creo haber mentido al decirle que no salí de Buenos Aires durante las vacaciones. Empecé a traducir Robinson en febrero, y a partir de ese día me puse a viajar con él por los siete mares del mundo. (…) No crea que me ha disgustado la tarea; cierto que Defoe escribía muy mal, que su personaje tiene los peores rasgos del británico (y algunos de los mejores, pero menos de lo que yo hubiese querido) y que largos capítulos resultan ahora aburridos y harto pesados. Pero está siempre el recuerdo inolvidable de la infancia, cuando los episodios de la isla nos llenaban la mente de fantasías, cuando junto a Robinson mirábamos la huella del pie en la arena, espiábamos a los caníbales, salvábamos al buen Viernes… Le aseguro que he pasado buenos ratos intentando una traducción del viejo relato”.

En otra carta a Julio Silva en 1966 califica a Defoe de “cronopio descomunal”, y si después de eso aún necesitamos más para saber que Julio congeniaba con el autor, recordemos que en 1977 escribe el radioteatro ‘Adiós Robinson’, fábula anticolonialista e irónica de un episodio.

Es posible, como se pregunta Enrique de Hériz, que el encargo original de la editorial Viau fuera sobre una versión reducida. Que el traductor quisiera dignificar al autor eliminando algunas de esas reflexiones ideológicas. No lo sabemos. Para complicarlo más, el libro de los tachones es de 1981, mientras la traducción es de los años 40. Eso nos hace pensar que Julio vuelve sobre su trabajo inicial, quizá para una nueva edición, como la que publica Bruguera ese mismo 1981. Por que, sino, ¿para qué tachar cuatro décadas después las partes omitidas? También cabe la posibilidad de que ni siquiera esos tachones sean suyos.

Nos quedamos con la duda, qué remedio. Para complicarlo más, o quizá al revés, para darle un nuevo sentido, Rodrigo Breto añade a nuestra incertidumbre un factor kafkiano que nos interesa conocer:

“Podemos entender que la traducción de Robinson Crusoe atrajo a Julio Cortázar, además de por muchos asuntos, por un motivo kafkiano. Sí, kafkiano. En 1940 Bioy Casares había escrito su obra maestra ‘La invención de Morel’, donde aparece un Robinson muy peculiar sustentado en la imposibilidad de comunicarse con los demás personajes que habitan su islote. Por eso –y con Bioy en la cabeza– solo podemos pensar que Cortázar, que como todo escritor vivía en el aislamiento de su escritura, tuvo que acordarse de Kafka y estas palabras: “Toda esta escritura no es otra cosa que la bandera de Robinson en el punto más alto de la isla”. Eso dijo Kafka. Escritura para que alguien la vea. Escritura que acompaña al escritor Robinson. Acompaña al escritor Cortázar. Acompaña al náufrago de Bioy. Y acompaña al propio Franz Kafka. Escritura que acompaña con la lectura de los textos, de sus textos, de los textos de los escritores, para que así la isla de la autoría se convierta en un lugar poblado de ojos que miran y, al menos, acompañan”.