El podcast que te cuenta lo que esconde la derecha radical. Conduce Franco Delle Donne.
[Venta]
[Sonido de bocinazo. Se sube una barrera]
San Petersburgo. Rusia. En este garage trabaja Sergei. Su tarea no es muy complicada. Cada día debe subir y bajar la barrera de entrada y salida unas 2472 veces. No le molesta que sea aburrido. Le da tiempo para concentrarse en su obsesión. Algo que se inició cuando lo echaron de la KGB por un supuesto mal desempeño de su misión en Dresden. Lo dieron de baja justo el mismo día en el que a su ex compañero Vladimir Vladimirovich Putin era designado funcionario de Leningrado, bueno, de San Petersburgo, como volvió a llamarse. Desde ese momento la vida de Sergei fue cuesta abajo, y la de Putin… todo lo contrario. En la caseta del garage donde pasa 12 horas diarias tiene tres elementos: cigarrillos, una botella de vodka y una carpeta de 12 centímetros de altura con casi 50 años de información sobre su ex colega. En su portada pone “En la mente de Putin”.
[Sube música]
[Apertura]
[Acto 1: Oportunismo no calculado]
[Sonido de cigarrillo que se enciende – Ciudad de fondo]
Sergei fuma un promedio de 3 cigarrillos y un cuarto por hora. Lo tiene calculado y por eso cada día se lleva exactamente 39. Ni uno más. [Sonido de bocina]
En el segundo estante de la mesa de medio metro de ancho yace la carpeta que resume su actividad principal desde hace décadas: recopilar todo lo que encuentra y lee sobre el presidente de Rusia: Vladimir Putin.
[Sonido de carpeta en la mesa y hojas que pasan]
Hoy agregará un artículo que leyó ayer en un diario británico. Se titula “Putin, ajedrecista”. Sergei ha aprendido a elaborar estas carpetas en su viejo trabajo, cuando todavía era agente. En las películas se muestra siempre la famosa ficha con datos obvios. “Eso es para los idiotas de primera fila”, piensa. Su nivel de formación es mucho más complejo. Su carpeta consta de lo que él llama “variables profundas”, que no son más que una categorización de aspectos de la personalidad del sujeto. Una de esas categorías pone “Oportunismo no calculado”. Allí va a ubicar el artículo.
[sonido de papel]
Luego de pegarlo escribe en el margen derecho: “Análisis estereotipado”. Sergei odia desde lo profundo de su ser cuando la gente define a Putin como a un estratega, cuando se usa la metáfora del ajedrez. Todo porque Rusia tiene nueve campeones mundiales, no significa que cualquiera piense 30 jugadas por delante. Ni el más mínimo gesto de su rostro deja ver ese enfado profundo. Sergei apenas se limita a encender un cigarrillo.
Hace no mucho tiempo leyó un libro más, digamos, razonable, según su consideración, de un tal Mark Galeotti. [Leo rápido con sonido de máquina de escribir] 59, Surrey, afueras de Londres. Profesor universitario. Ojos marrones, 1,72. [Fin de efecto]. En él plantea una idea bastante respetable, “pese a venir de un británico”, piensa. Putin es un “falso ajedrecista”. No tiene un plan, nunca ha sido capaz de desarrollar el camino, paso a paso, que lo lleve a cumplir su visión. Sergei lo conoce y sabe que esto siempre fue así. Y la mejor metáfora para entenderlo es la del Yudo, que también utiliza Galeotti.
Putin es yudoka desde su juventud. Una actividad que nunca ha abandonado y de la que presume con gusto, como de tantas otras… En el yudo se suele usar la fuerza del rival en su contra. Se trata de leer sus movimientos y ser capaz de encontrar la debilidad, el error, el paso en falso que permita sacar ventaja. Putin, en política, es un experto en eso.
[Ruido de hojas]
Sergei recuerda un ejemplo de esa capacidad yudoka y busca en su carpeta. Se va al año 1999. “El conflicto checheno”, pone el título. Allí se cuenta cómo los rebeldes chechenos se enfrentaron con tropas rusas en Daguestán, en la frontera con Azerbaiyán. Días después de la escaramuza el presidente Boris Yeltsin decide nombrar como Primer Ministro al hasta entonces director del servicio federal de Seguridad, un desconocido Vladimir Putin.
“Desconocido para la opinión pública”, piensa Sergei y pasa la página. “Atentado terrorista en Moscú”. Un mes más tarde del nombramiento ocurren explosiones en diversos lugares del país, incluyendo la capital. Casi 300 muertos y más de 600 heridos. Putin inició en ese momento una ofensiva contra lo que él denominó “enemigo externo” y así consiguió construir poco a poco una imagen patriota, en algún punto paternalista, de líder que no duda en actuar. Sergei es el autor de esos adjetivos. Recuerda bien que cuando escribía esa pagina de su carpeta escuchaba en la radio a Boris Yeltsin anunciando sorpresivamente que renunciaba. ¡Durante el discurso de nochevieja! Y no sólo eso, sino que dejaba a Putin a cargo de la Federación Rusa. Era el inicio de una nueva era. [Pasa página] 31 de diciembre de 1999. Un decreto del gobierno dictaba la amnistía para Yeltsin por todos los eventuales delitos que hubiese cometido durante su tiempo en el poder.
Para Sergei era todo tan obvio que la ira le invadía, incluso hoy! [Enciende cigarrillo]. Pero lo relevante no era eso. Lo importante es que el nuevo presidente de Rusia, que por cierto sería elegido en marzo del 2000 con el 52,9% de los votos, era un oportunista, pero no un estratega. Y que esa sería su línea de acción siempre. “Occidente lo sobrevalora” reflexiona Sergei, “o más precisamente, lo evalúa erróneamente”. Tal vez esa sea la razón por la que cuesta tanto entenderlo, por la que se lo considera impredecible…
[Sube música]
[Acto 2: Tendencias narcisistas.]
[Discurso de Putin en el Bundestag:
“El mundo se encuentra en una nueva etapa de su desarrollo. Entendemos que sin una arquitectura de seguridad internacional moderna, duradera nunca conseguiremos un clima de confianza en el continente. Y sin ese clima de confianza no es posible una gran Europa unida. Hoy estamos obligados a decir que tenemos que desprendernos de nuestros estereotipos y ambiciones para garantizar juntos seguridad para la población de Europa y el mundo.”]
Un Vladimir Putin de apenas 49 años, con menos de dos ejerciendo el máximo cargo político de la Federación Rusa, habla en Berlin, en el Bundestag. Es la primera vez que un presidente ruso habla en el parlamento alemán. Estamos en septiembre de 2001. Sí, ese septiembre, el del atentado contra las torres gemelas en New York. El discurso tiene lugar exactamente dos semanas después de la tragedia. Y Putin no deja pasar la oportunidad para posicionarse como garante de seguridad y, a la vez, para relacionarlo con el terrorismo yihadista checheno. En algún punto, la comparación que realiza frente a los diputados alemanes vuelve a poner a Rusia a la altura de Estados Unidos: ¿El gran regreso al plano internacional?
[Ruido de música soviética que se corta y papel que se destruye y va a la basura]
¡Basura! Pura bazofia. Sergei detesta esos artículos que simplifican todo. Rusia es mucho más que los planes del presidente de reducir a los separatistas. Para él, que es un nacionalista, es un insulto que su país se vea reducido a las acciones del Putin. Esa necesidad de reconocimiento internacional. ¿Acaso Rusia necesita que la respeten? ¿O es el presidente el que quiere satisfacer ese deseo?
[Enciende un cigarrillo]
Sergei toma su carpeta y busca un nuevo apartado. [Pasan hojas] La categoría se titula: “Tendencias Narcisistas”. Debajo, pegada con cinta adhesiva resalta una fotografía de Putin con el torso descubierto de pie en medio de un río con un pez en su mano izquierda. En la imagen sólo está él. Demostrando su hombría, su poder, su condición de hombre fuerte.
Pero Sergei no acepta esta narrativa, por el contrario, para él Putin es un acomplejado. Tal vez lo piense por envidia, ya que en la KGB lo sentía como un igual, cuando ambos eran agentes, o tal vez lo deduzca de su historia. [Pasa página] Las siguientes páginas de la carpeta contienen una biografía de Putin tras otra. En ruso, inglés, italiano, turco. Sergei nunca se cansó de ellas. En cada una surge una nueva leyenda. Él sospecha que eso colabora con la construcción de un suerte de mito: Que era pobre y debía convivir en un barrio tomado por la criminalidad, que en la KGB era un donnadie, que de adolescente quiso sumarse a la agencia de inteligencia y lo mandaron a estudiar, incluso que sus padres lo endiosaban por ser el único hijo con vida de la pareja. [Pasa página] De hecho, en la siguiente página se ven fotos de sus padres con un bebé en brazos. Debajo pone: Vladimir Vladimirovich, 7 de octubre de 1952. Putin fue el tercero. Sus dos hermanos habían fallecido años antes con lo cual se podría decir que fue hijo único.
Pese a las contradicciones de sus biografías, autorizadas o no, algunos aspectos se mantienen constantes. Por ejemplo, que su familia está marcada por el sufrimiento ruso durante la segunda guerra mundial. Uno de sus hermanos murió durante el asedio a Leningrando, y su abuela fue asesinada por los nazis. la leyenda de que sus padres le daban todos los gustos, que de adolescente portaba un reloj pulsera, algo bastante lujoso para un joven durante la Unión Soviética, otros dicen que hasta le regalaron un automóvil. En toda esa historia familiar Sergei no termina de descifrar el factor clave que generó las tendencias narcisistas que lo caracterizan.
[Pasa páginas]
Sin respuesta para ese interrogante Sergei pasa algunas páginas y se detiene en la foto de un hombre de prominente barba y expresión triste. A su lado un artículo del periódico ruso titulado: “¿Quién alaba más a Putin?”. Uno de los párrafos está resaltado y dice:
“Putin está en todas partes, putin lo es todo, putin es absoluto, putin es irremplazable”. Y debajo un nombre “Alexander Dugin”.
“Farsante” piensa Sergei y se enciende un cigarrillo. Y es que son muchos los filósofos, ideólogos y sobre todo publicistas, que buscan convertirse en “el cerebro de Putin”. Y claro, todo occidente busca descubrir la mente brillante, el intelectual de cabecera, el pensador maquiavélico que se oculta detrás del presidente.
“Ilusos”. Putin no tiene un Rasputin. Y si bien puede ser cierto que Dugin y sus ideas eurasianistas haya tenido algún tipo de influencia en un grupo de militares cuando en 2014 se avanzó con la anexión de Crimea, actualmente no hay contacto.
[Bocina de coche]
Nada de esto quiere decir que Putin sea un improvisado. Al contrario, bastante antes de la revolución en Ucrania ya se trabajaba en una política de la memoria. Todo inició en 2009 durante el breve interregno en el que por cuatro años le cedió el cargo de Presidente a Dimitri Medvedev.
[Música soviética y sonido de viejo proyector encendiendo]
Putin es consciente de que los nacionalismos viven de la memoria y la nostalgia sobre un pasado que, en ocasiones, ni siquiera ha tenido lugar. Se trata de mitos, de historias sobre los orígenes, de acontecimientos que más allá de marcar una cronología dotan a los pueblos de una identidad y, sobre todo, de derechos. Derechos sobre territorios, derechos de revancha, derechos de autoridad.
En 2009 el Kremlin creó una comisión presidencial para “contrarrestar los intentos de falsificar la historia en detrimento de los intereses de Rusia”. La comisión no duró mucho tiempo, pero cumplió su objetivo: establecer que había otra versión de la historia, una de la que sentirse orgullosos.
“Y también abrió la puerta para retornar a prácticas soviéticas, como la intervención en los manuales escolares de historia”, reflexionó Sergei mientras repasaba la ficha del autor del artículo sobre las manipulaciones de Putin sobre la historia de su país.
[Sonido de máquina de escribir]
Oleg Lukin, 29 años, Nacido en San Petersburgo. Criado en Cádiz. 1,68. Suele usar gafas de sol. [fin del efecto]
La política de la memoria de Putin tiene dos objetivos principales: recuperar la hegemonía internacional y… seguir en el poder. Para cumplirlos han desarrollado dos herramientas narrativas muy eficientes. Por un lado, la rusofobia. Este concepto es muy útil ya que no sólo sirve para desacreditar informaciones o críticas provenientes del exterior, sino que también puede aplicarse para disciplinar a elementos díscolos hacia el interior del país. Periodistas, opositores, académicos. ¿O acaso alguien se atreverá a hablar en contra del interés patriótico?
La segunda herramienta narrativa es la nostalgia. Añorar el pasado, describir las bondades de la Rusia Grande y hasta a la Unión Soviética, y señalar un gran culpable para todo lo malo que sucede, sucedió y sucederá: Occidente.
Y aquí aparece un elemento clave, que encaja con aquella imagen personal de hombre fuerte que Putin intenta construir: la militarización del recuerdo.
[bocina y ruido de radio que se sintoniza]
9 de mayo. Todo el mundo en Rusia disfruta del día de fiesta. Nadie trabaja, excepto Sergei. Si algo no ha cambiado en relación a su tiempo de agente de la KGB, es que siempre estás trabajando. La monotonía en el interior de la caseta se ve afectada por una situación excepcional. Hoy es el día de la victoria. Y esa es razón suficiente, no sólo para despabilar el patriotismo intrínseco de Sergei, sino para que los cigarrillos, la carpeta de 12 centímetros de alto y el vodka del cajón tengan compañía inusual: una radio a transistores. La tiene desde su época en la KGB. De hecho, se la regaló Putin para su cumpleaños.
[Continúa sintonizado hasta que engancha con Regimiento inmortal: https://www.youtube.com/watch?v=IgVJSbWyBiA ]
Estamos en el año 2012. Putin lleva dos meses de su tercer período como presidente de la Federación Rusa. Y en el discurso del día de la victoria de este año sucederá algo llamativo. Algo que emociona hasta al propio Sergei.
[Sube música del desfile – audio sonido de radio MW]
Como cada año soldados, tanques, banderas escenifican una acto de orgullo nacional. El famoso desfile de la Plaza Roja. Allí se conmemora el fin de la guerra, aunque los organizadores preferirían que se formule de otra forma: el triunfo soviético sobre los nazis. En cualquier caso, este acto sirve para reforzar una identidad nacional exacerbada y anclada en el poderío militar que se potencia con aquel recuerdo. Esto se complemente con un culto al sacrificio, al darlo todo por la unidad nacional. Un tema no menor en un país altamente heterogéneo. En Rusia hay más de 193 grupos étnicos, 24 repúblicas, se hablan más de 100 idiomas. En fin, la complejidad hecha país.
[Se enciende un cigarrillo y algo de estática]
Pero hoy es diferente. Por primera vez tiene lugar la marcha del Regimiento Inmortal. Bessmertniy Polk. Y a Sergei se le hace un nudo en la garganta. Él siente que debería estar allí y no en esa maldita caseta. Miles de personas caminan como si fuese una procesión religiosa. Llevan pancartas con las fotografías de sus familiares caídos en la guerra. Algunas decoradas con flores, banderas, alguna hasta con el símbolo de la hoz y el martillo. La emoción contagia a todos porque se pasa del plano político al personal. Sergei lo sabe: cualquier ruso tiene un familiar caído, alguien que dio la vida por la patria. En la KGB aprendió a manipular emocionalmente a otras personas. Y pese a ser consciente de que esta marcha está siendo utilizada con esos fines, no puede dejar de sentirse afectado. “Tal vez me puse viejo”, piensa. O tal vez la política revisionista de Putin es lo suficientemente efectiva.
[Bocinazo]
Pero, ¿esto es Rusia? Esto es lo que quiere Putin? Sergei se sirve un vodka, siempre se permite uno a las 11 am, como aperitivo antes del almuerzo. Claro que no, la Rusia Grande que pretende transmitir Putin tiene otras caras. Porque él también tiene otras facetas. Se agacha y vuelve a poner la carpeta de 12 centimetros de alto sobre la mesa [Sonido y hojas]
Pasa las páginas rápidamente y llega a un separador de color negro. En medio se puede leer en letras blancas: La deriva autoritaria.
[Acto 3: La deriva autoritaria]
[Sonido de VHS – Rewind]
Son las 18:47. Sergei volvió a su casa luego de su turno de 12 horas en la caseta. Vive en un piso de 52 metros cuadrados. Dos habitaciones y media. Igual al que tenía en Dresden. Igual al que tenía su colega de la KGB en aquellos años 80, Vladimir Vladimirovich Putin.
Dos sillones viejos de un cuerpo, una alfombra tan desgastada que nadie podría atinar a adivinar su color original y un televisor de tubo de 32 pulgadas que se había comprado en el 94 cuando vendió copia de El Capital en alemán que se había traído de Sajonia. Todas las paredes de la habitación están empapeladas de recortes de periódicos, hojas de informes, mapas y, sobre todo, fotografías, al menos unas 200. Todas de Putin. Putin joven, viejo, presidente, agente secreto, en el G8, con Berlusconi, con Merkel, esa famosa con el torso desnudo en el río, inaugurando los juegos de Sotchi, acariciando la copa del mundo junto a Gianni Infantino, con Trump. Imposible nombrarlas todas. Una cantidad inconmensurable, como la obsesión de Sergei.
Debajo de la televisión sobresale una videocassettera marca Telefunken. Una de las pocas en funcionamiento de todo San Petersburgo. Cada día Sergei repasa un video referido a la historia de Rusia. Hoy toca 1994. Justo el año en el que se compró el televisor.
[Sonido de play. Audio de Yeltsin cantando borracho: https://www.youtube.com/watch?v=afe4Yd_DoCk ]
Boris Yeltsin, en ese momento presidente de Rusia, había viajado a Berlin para celebrar el retiro de las últimas tropas rusas de Alemania.
[Sube el sonido y se escucha más a Yeltsin]
La voz de hombre entre los niños es la de Yeltsin. Visiblemente borracho. Sus asistentes intentan acompañarlo balbuceando la canción y tratando de moverse junto a su presidente. Rogando porque se termine todo lo antes posible.
[Aplausos] [Se apaga la TV y se enciende un cigarrillo]
A Sergei le corre un escalofrío por la espalda. Primero, por la indignación. Qué imagen quedaba de Rusia frente a los alemanes, frente al mundo! Inaceptable. Pero segundo, a Sergei le incomodaba saber que se sentía igual que Putin. Igual porque habiendo servido ambos como oficiales de la KGB en Dresden, habiendo sacrificado todo por la grandeza de su nación, no existía reconocimiento alguno. Y además, la payasada de Yeltsin le recordaba su frustración cinco años antes, cuando caía el Muro de Berlin. Una frustración compartida con cada agente de la KGB en el extranjero. Sorprendidos, tras la falta de órdenes, decepcionados tras la inacción de la Unión Soviética, aturdidos por el silencio de Moscú.
Nada que festejar! Tanto para él como para Putin, Rusia era otra cosa.
Sergei se pone de pie y se acerca a una ventana para tomar aire. En la parte derecha un recorte periodístico se desprende por el viento y cae al suelo. Cuando lo recoge para devolverlo a su lugar lee el título: “Pinochet como modelo”. Y continúa: “Vladimir Putin, vicealcalde de San Petersburg y presidente del comité de relaciones exteriores de la ciudad, dijo ante empresarios alemanes que una dictadura militar según el modelo chileno de Pinochet es lo más deseable para solucionar los problemas actuales de Rusia.” Sergei revisa el dorso del recorte y lee: 3 de enero de 1994.
Una dictadura militar. Eso tampoco es Rusia, piensa. [Cigarrilo] Se dirige a la habitación contigua [puerta] y toma una de las 242 carpetas cuidadosamente ordenadas en unos estantes de madera que ocupan desde el piso al suelo las cuatro paredes del cuarto, tapando incluso la ventana. Todas ponen en el lomo “En la mente de Putin” seguido de una letra y dos números.
[Sonido de máquina de escribir]
Margareta Mommsen. Horn, Austria. 17 de febrero de 1938. Investigadora universidad de München. Suele teñirse de castaño medio Tinte 4. [Fin del efecto]
“El sistema Putin: Democracia “controlada” y justicia política en Rusia”. Así se titula uno de los libros de esta académica que puso de manifiesto el sistema político que desarrollo Putin. Uno que intentaba cumplir con los requisitos de una democracia, o al menos aparentarlo, pero que en realidad constituye un régimen autoritario, en algún punto parecido a aquel del dictador chileno.
La autora plantea algunas claves características de una democracia “controlada”: Primero, las elecciones son formalmente libres y justas, aunque detrás se estructura un fraude electoral sin miramientos. Segundo, el Estado emplea técnicas de propaganda casi constante a partir de una aceitada maquinaria comunicacional. Tercero, el hiperpresidencialismo se combina con redes políticas informales sin ningún tipo de procesos de rendición de cuentas, un elemento que permite cooptar o aplastar a poderosos oligarcas. Para Mommsen, todo esto es lo que ha construido Putin en Rusia.
[Cierra la carpeta]
A Sergei no le sorprende esta deriva. No le parece ni mal ni bien, sino que simplemente la considera una consecuencia del caos, de la crisis social generada por Yeltsin. [Cigarrillo]
Criminalidad, alcoholismo, drogas. La decadencia. En algún punto, el puño de acero es lo que cualquiera hubiese esperado. Al menos en el esquema de pensamiento autoritario y muy conservador. Como el de Putin.
Porque si bien el presidente ruso no ha expresado, hasta ahora, un perfil fascista, en el sentido clásico, es decir, no quiere un “hombre nuevo”, ni es antimoderno, no deja de ser un autoritario. Uno que reprime a la oposición e impide cualquier atisbo de crítica. Periodista, oligarca, militar, o ciudadano de a pie, cualquiera puede ser blanco de su aparato represivo. Porque lo que más anhela Putin hacia el interior de su país es mantener el poder y lograr la estabilidad. Si eso se consigue silenciando gente, a él no le importa.
Aunque también es cierto que Putin no es tonto y que si bien tiene esas tendencias narcisistas, sabe que sólo con represión no alcanza. De ahí su interés por reescribir la historia, poner el acento en la nostalgia y, sobre todo, generar un enemigo. Ese enemigo se llama Occidente.
[Sonido de perro y fotógrafos https://www.youtube.com/watch?v=TY3jpVh0zTk ]
Putin sonríe. Está feliz como un niño. Sus ojos fijados en la expresión de su invitada de honor que, por cierto, está horrorizada. Pero aún así aguanta estoica la situación, sentada soportando que el inmenso perro del presidente ruso la huela y se acueste a sus pies incomodándola. La invitada se llama Angela Merkel y lleva dos años como canciller de Alemania, estamos en 2007. Putin, que ya va por el séptimo en el poder, sabe perfectamente que Merkel tiene fobia a los perros.
Tal vez una gran metáfora del desafío que se planteó Putin frente a Occidente: tenerlo cerca, comprando gas y petróleo, haciendo negocios. Pero a la vez con cierto nivel de tensión, algo de provocación, y, de ser posible, algo de miedo. Y no cualquier miedo, sino que genere inseguridad. Que los obligue a reconocer a Rusia como un partner al que … hay que tomar en serio. El tiempo de las burlas a Boris Yeltsin debía quedar en el pasado.
[Sonido de protestas en la radio]
Sergei volvió a romper su rutina y trajo su radio a la caseta. Está nevando tanto que apenas si se ve a unos metros de distancia. El frio contrasta con la ebullición popular. Estamos en diciembre de 2011. Miles de personas están indignadas con el gobierno de Medvedev. Más de 1100 informes oficiales reportando irregularidades electorales alimentan la sospecha de fraude en las elecciones legislativas.
En apenas unos meses serán las presidenciales. Seguramente Putin gane, pero ¿quedará en duda la legitimidad de su triunfo de Putin? ¿Será el incio del fin? ¿Pero que vendrá ahora? ¿Otra vez un Yeltsin? ¿Un oligarca? ¿Volverá el comunismo? ¿O se desmembrará todo? [Cigarrillo] Las dudas invaden a Sergei que nunca se había sentido tan inseguro en toda su vida.
[Bocina]
Será una mala semana para él, un mal mes, la pasará mal todo el 2012, ya que las protestas continuarán. Sin embargo, Putin, luego de ganar en marzo con más del 60%, ha decidido no dejarse abrumar por esta efervescencia popular. Es tiempo de ejecutar un cambio simbólico que apele a las masas, más precisamente a las clases trabajadoras, de perfil más conservador. Y para eso es necesario abandonar aquella agenda moderada, concentrada en el desarrollo económico de sus primeros años. Es tiempo de poner el foco en los valores. De apelar a la religión, por ejemplo. De desarrollar políticas ultraconservadores que, además, destaquen la decadencia de Occidente.
Legislación anti-LGBTQ, prohibición de la denominada “propaganda gay”, las críticas al movimiento Black Lives Matter, las referencias despectivas hacia la inmigración en Europa, y la lista sigue. Este discurso ha ubicado a Putin en sintonía con muchas expresiones de la derecha radical y la extrema derecha en todo el mundo. Pero Sergei sabe que aquí hay algo más.
[Bocina y auto]
El interregno de Medvedev incomodó mucho a Putin. Demasiada moderación con Occidente. Desde hacia meses, incluso antes de las protestas, estaba convencido de que esto iba a cambiar. Tal vez presa del recurrente prisma de victimización y teorías de la conspiración que reinan en los análisis del Kremlin. Putin ve a la CIA detrás de la organización de las protestas. De ahí que a Sergei la represión brutal durante el tercer gobierno de Putin no le sorprende en absoluto.
[Ruido de represión en calles y radio que se apaga de pronto]
[Música suave]
Diciembre de 2022. Han pasado diez años de las protestas. Sergei tiene barba. Todo lo demás sigue exactamente igual. En Rusia también. Busca su carpeta y la vuelve a abrir por enésima vez. “La deriva autoritaria”. Posiblemente la sección que más espacio ocupa en los 12 centímetros de alto. [Hoja] Esta vez colocará un artículo del New York Times que se titula: “Las cinco grandes teorías de la conspiración que Putin promueve”. [Cigarrillo]
“Más bajo no podía caer”, piensa Sergei. “Occidente quiere dividir el territorio ruso”, “La OTAN ha transformado a Ucrania en un campo militar”, “la oposición quiere destruir a Rusia desde dentro y cuenta con apoyo de occidente”, “El movimiento LGBTQ a nivel mundial conspira contra Rusia”, “Ucrania prepara armas biológicas contra Rusia”. [Se cierra la carpeta]
¿Hasta cuando va a funcionar esa estrategia de victimización? ¿Hasta cuando los rusos aceptarán tener un gobierno autoritario? ¿Hasta cuando tendrá sentido mantener el sistema Putin? Ninguna de esas preguntas le quitan el sueño a Sergei. Como ex agente de la KGB está entrenado para analizar variables y sacar conclusiones. Pero en el fondo, en la mente de Sergei una pregunta le incomoda, una que le quedó pendiente desde 2012, una que sabe que posiblemente nunca conozca la respuesta, una que se ha transformado en su nueva obsesión: [Cigarrillo] ¿Qué viene después de Putin?
[Sube música]